La masa madre es aparentemente una masa simple- Se trata «solo» de una mezcla de harina y agua que, al dejarse fermentar de manera natural, produce una comunidad de microorganismos como levaduras y bacterias. A estas alturas, seguramente has oído hablar de ella y quizá hasta te has planteado hacerla en casa (spoiler: no es tan fácil como parece, pero vale la pena). Pero, ¿qué es lo que realmente la hace tan especial? ¿Por qué, de repente, todo el mundo está loco por este tipo de pan? Aquí te lo cuento desde la experiencia y con algunos datos que explican por qué la masa madre es algo así como “el Rolls-Royce del pan”.
¿Qué es la masa madre?
Para empezar, la masa madre es, en esencia, una combinación de harina y agua que fermenta de manera natural. Sí, no necesitas nada más, ni truquitos raros ni ingredientes de otro planeta. Eso sí, el truco está en dejar que esas bacterias y levaduras que andan por el ambiente (y que son inofensivas) entren en la mezcla y hagan lo suyo: transformar los almidones de la harina en azúcares y, de ahí, producir gases que hacen que el pan suba.
¿Y sabes qué? Aunque parezca cosa de brujería, es pura ciencia. Durante la fermentación, se generan ácidos lácticos y acéticos, los mismos que le dan al pan su característico sabor entre dulzón y un pelín ácido. Este proceso de fermentación natural toma su tiempo, y ahí está precisamente la clave del sabor y la textura únicos de la masa madre. Como leí en la Revista de Nutrición y Salud Alimentaria de España, “el proceso de fermentación de la masa madre genera ácidos orgánicos y mejora la biodisponibilidad de ciertos minerales como el hierro y el zinc”, lo que viene siendo un “plus” nutricional interesante.
La magia de la fermentación lenta
Uno de los aspectos que más me fascinan de la masa madre es el tiempo que necesita. Aquí no hay prisas; nada de “pum, pum” y listo. A diferencia del pan industrial, que se fermenta a toda velocidad con levadura comercial, la masa madre requiere una fermentación de entre 12 y 24 horas. A ese ritmo tan pausado, las bacterias lácticas y las levaduras nativas de la harina van descomponiendo los almidones y produciendo ácidos y gases. Sí, puede sonar algo técnico, pero es que son estos ácidos los que al final le dan ese sabor tan característico al pan y actúan, de paso, como conservantes naturales.
Y es que la fermentación lenta también tiene sus ventajas para el cuerpo: reduce ciertos compuestos que suelen caer un poco pesados en la digestión. Te lo digo porque yo mismo, después de años de evitar el pan por eso de que “me hinchaba”, empecé a notar que la masa madre era otra historia. Los panes comerciales suelen tener fructanos (un tipo de carbohidrato complejo) que pueden ser difíciles de digerir, mientras que, gracias a la fermentación natural, la masa madre reduce notablemente este tipo de azúcares, haciéndolo mucho más “ligero”.
¿Y el sabor? La gran diferencia
Si has probado pan de masa madre, seguro que has notado esa diferencia de sabor: profundo, con matices, y mucho más “completo” que el pan convencional. Eso se debe, como ya mencioné, a los ácidos producidos en la fermentación, pero también al hecho de que este proceso pausado permite que los sabores se desarrollen de manera compleja y natural. Como la chef y panadera Nancy Silverton dijo una vez, “el sabor de un buen pan de masa madre es tan rico y complejo como un buen vino tinto”. Y, vaya, es verdad.
Además, la masa madre conserva mejor la frescura. Mientras que un pan convencional te dura bien unas horas (si tienes suerte), un pan de masa madre bien hecho puede aguantar fresco y sabroso varios días. Esto se debe a que la acidez natural que produce la fermentación actúa como conservante natural. Así que si eres de los que prefiere un pan más duradero y menos “goma de borrar”, la masa madre es tu mejor amiga.
Mi primer intento de masa madre
A decir verdad, hacer masa madre no es tarea fácil… ¡ni rápida! Cuando me decidí a intentarlo, pensaba que iba a ser cosa de mezclar harina, agua y dejarlo a su aire. Pues, ¡error! Requiere su tiempo, y lo peor es que, los primeros días, parece que la masa “pasa” de ti. Alimentarla todos los días, olerla para ver si está fermentando bien y esperar pacientemente a que empiece a hacer burbujas fue, al menos para mí, casi como adoptar una mascota (sí, así de pegado acabé a mi “masa madre”).
Como la experta Sara Pope, panadera, dice: “hacer pan de masa madre es una conexión diaria con un organismo vivo. No solo es pan, es el resultado de un cuidado diario”. Y vaya si es verdad. Es como un ritual: cada día la alimentas con más harina y agua, la cuidas y, cuando llega el momento de hornear, te das cuenta de que no es solo pan; es algo que lleva un poquito de ti.
¿Por qué nos tiene tan “enganchados”?
La masa madre ha conquistado nuestras cocinas porque, más allá del sabor, es una experiencia. Nos obliga a parar un momento y reconectar con lo que estamos comiendo. No es un pan de hacer y comer, es un pan de hacer, mirar, esperar… y luego disfrutar. Quizás sea porque el proceso nos permite reconectar con la paciencia, o tal vez sea esa satisfacción de crear algo desde cero, de una forma tan artesanal y auténtica.
En fin, ya ves que la masa madre no es solo una moda, sino un regreso a nuestras raíces panaderas. Si no la has probado aún, te animo a que te lances a la aventura. Al principio puede que tengas algunos fallos (¿quién no?), pero créeme, merece la pena cada burbuja. Porque, como se suele decir, lo bueno se hace esperar, y el pan de masa madre es el mejor ejemplo de ello.